La gente cree que vivir en Cancún es algo así como el
paraíso; se imaginan que uno vive en la Zona Hotelera, o algo así. Y
nada: vivir en un barrio bajo de Cancún, con una población flotante
constituida principalmente por gente muy pobre que viene del estado de
Chiapas, bueno, tiene sus asegunes. Implica, por ejemplo, escuchar
música a alto volumen unas 18 de las 24 horas del día. Es algo que a
veces sientes que te va a enloquecer, sobre todo cuando lo que ponen en
reguetón, o duranguense. Pero aunque sean los retros de la esquina,
escuchar el mismo disco de Palito Ortega hora tras hora a alto volumen
es algo que te pone de malas. Ahora, aparte hay otras cosas: los
vecinos. Casi todos vivimos en un cuarto con su baño, sin más
muebles que lo que cabe en eso: un cuarto con su baño.
Había una señora enfrente, en el piso de arriba, casi sesentona, malencarada,
fea, que salía con un libro en las tardes, y se ponía a leer en su
balcón, mirándonos a todos con desprecio. Yo lavaba mi ropa en el
lavadero, y al tenderla la veía a ella, restregándome su culto libro en
la cara, diciéndome con su mirada que yo era un ignorante, que yo no era
de su camada.. Y non se equivocaba: yo no soy de esa camada, aunque
siempre le ofrecí una sonrisa por si la doña quería establecer el
diálogo. Si entiendo bien, creo que era algo así como la amante del
dueño del edificio. Pero un día no aguantó el ruido, y se fue con su
carrazo plateado. Abajo, justo enfrente de mí, estaba Carlitos, el
taxista reguetonero. Ese sí fue un tormento. No tanto él, sino su
amante. Una señora vulgar. A veces jugaban a
pelearse, y lo hacían con mucho realismo (en el periódico salió no hace
mucho esta nota: una pareja vivían juntos, como amantes. Ambos
trabajaban en el mismo hotel, ambos tenían relaciones sexuales con los
turistas y luego ambos se recriminaban. Una historia típica de tierra
caliente, vaya. Un día pelean en su casa, ella saca un cuchillo de
carnicero, se lo clava a él, quien ce al suelo. Los vecinos, viendo que
el pleito ahora parece más fuerte que de costumbre, llaman a la policía.
Todavía cuando metían al cadáver en la ambulancia, ella le decía:
"ándale, ya no te hagas, ya levántate..."), y así, mis vecinos vienen,
van, Cancún es la ciudad donde la gente llega, fracasa, se va, o se
acostumbra a vivir en la miseria. Claro, a unos pocos, como a mí, la
suerte parece sonreírles y ofrecerles un futuro modesto. Pero no he
llegado a la historia que quiero contar. Esta es una historia que
ustedes han visto en muchas películas, pero al
menos yo, nunca la había visto en la vida real. La del vecino que vive
justo enfrente de mi ventana.
Mi
vecino de enfrente es un hombre de unos 58. Apacible, tranquilo. Casi
nunca sale de su cuarto: trabaja en una mesa frente a su ventana, y rara
es la vez que sale de su cuarto: siempre está encerrado, vaya. Cuando
tenía tele, la encendía por allí de las 10 de la noche en Discovery
Channel, o National Geographic, o History Channel, a un volumen más o
menos fuerte. Yo, tumbado en mi cómoda hamaca, escuchaba los programas
en mis noches de insomnio y al final éstos me arrullaban. No lo veía,
pero sabía que él se la pasaba tomando todas las noches. Por allí de las
4 ó 5 se levantaba, vomitaba ruidosamente (el sonido de sus arcadas me
despertaba), y así, bueno, no todas las noches, pero sí unas 3 ó 4 por
semana. Luego se quedó sin tele, y ya sólo me despertaba en la
madrugada,
vomitando.
Hará
unas tres semanas le apareció una hija y tres nietos, el mayor de unos
10 años, el menor de menos de dos años. La hija llegaba por allá de las 4
de la tarde y le dejaba a los hijos. Los chavitos le hacían la vida de
cuadritos al señor, hasta que él se desesperaba, empezaba a mentar
madres, eso a ellos les parecía divertidísimo, y entonces se calmaban.
Cuando se aburrían, volvían a repetir la operación de hacer que el
abuelito explotara. Como a las 8 de la noche los niños empezaban a
llorar, poco antes de las 9 de este aciago trimestre llegaba la mamá, y
la casa de enfrente quedaba en calma, hasta que el abuelito empezaba a
vomitar de nuevo en la madrugada. El abuelo toleraba, pero no aguantaba a
los nietos, y me imagino que se lo hacía saber a la hija, porque un día
no volvieron más, y en el vecindario sólo se escuchaba el ladrido del
dálmata neurotizado, de los
vecinos retros de la esquina, de los vaguitos chiapanecos de cinco
casas abajo. De repente, llega la hija y al abuelito le deja al menor de
los nietos, con todo y carreola. Entonces, para quien escucha con
atención, todo empieza a cambiar. EL abuelito empieza a ponerle música
al nieto (José José, Juan Gabriel, pero no a alto volumen), le canta, le
hace gracias, se carcajea con el nietecito, sala en las tardes a
pasearlo, deja de vomitar en las madrugadas.
Yo
no sé si él lo sepa, pero el nieto está cambiando su vida, le da un por
qué vivir, lo está reformando poco a poco, al tiempo que él se esfuerza
por darle lo mejor que puede al nietecito y le enseña palabras:
"a-zul", "ver-de", "ro-jo", cosas así, y cuando el niño se equivoca, el
señor se carcajea con genuina alegría.
Es,
repito, una película que hemos visto muchas veces,
pero a mí nunca me había tocado ser testigo de primera mano, aunque sea
con mis oídos. Finalmente, me quedo con la impresión de que el cansado anciano, de voz cascada y vida solitaria es tú y yo, de que en realidad él es todos nosotros:
Debemos hacer algo en esta tierra porque en este planeta nos parieron y hay que arreglar las cosas de los hombres porque no somos ni pájaros ni perrosPablo Neruda, "No me lo pidan", 1959.
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