Volvamos a esto de la ideología. Mencionaré principalmente a
los antivacunas, y a los tierraplanistas, pero esto también se aplica a los
borolistas, a las pañuelos verdes, a los seguidores de Trump, los seguidores de
la cienciología, etc.
Yo me imagino que todo esto tiene que ver con la época que
nos tocó vivir: la postmodernidad. Vale decir, vivimos en una época en que se
agotaron los paradigmas, los relatos, o las ideologías de la modernidad. En su
mayoría, la gente ya no cree en los principios morales, en la religión, en los
grandes modelos ideológicos, y menos todavía en la necesidad de un Estado como
el Leviatán que proponía Thomas Hobbes.
Se agotaron esos modelos y ahora la gente cree
principalmente en ellos mismos. No es infrecuente escuchar a la gente decir que
ellos “determinan” algo para que ese algo se cumpla. Como si la voluntad de
ellos pudiera ordenar la conducta del universo (de ese tamaño es su soberbia), y
cada vez es más frecuente escuchar a personas que oran a ellos mismos, porque dicen
que hay una divinidad en su interior, y no hay tal cosa como un Ser Superior, o
si hay un Dios, no hay por qué orarle o estar en contacto con Él. Basta con
orar a la divinidad dentro de uno.
¿Pero qué tiene que ver esto con los terraplanistas, los
antivacunas, cierto tipo de feminismo, o los borolistas? Es solo que son
personas que no creen lo que cree la mayor parte de la población, sino que
adoptan posiciones que van de lo muy raro, a lo sórdido, y las toman por
verdades irrefutables. Y lo extraordinario es que no es por falta de acceso a
la información o a la educación. De hecho, casi siempre son personas de alto
nivel económico o académico.
Uno debe evitar caer en la fácil tentación de emitir juicios
superficiales, y tratar de ver las razones profundas de esos grupos. Qué tienen
en común, y qué los diferencia. Por ejemplo: estas personas se alejan de los
estándares religiosos tradicionales; en general es gente ilustrada, con
educación y con buen poder adquisitivo. No son minorías dominadas por la
ignorancia dominados por modelos basados en la superstición, sino son más bien,
insisto, grupos engendrados por la postmodernidad, vale decir, que agotaron los
relatos de la modernidad y que han pasado por algo que podemos llamar un adoctrinamiento ideológico de
autosuficiencia. Es el extremo egoísmo de creer que uno ya no va a creer en
la información “formal”, porque hay un conocimiento que el estado tiene, que no
quiere que todos tengamos, y entonces la verdad se vuelve (como sucede con los cabalistas
y los gnósticos) patrimonio de unos pocos.
Yo creo que aquí vale la pena hacer un paréntesis. Vivimos
en una época muy singular. La época de la postverdad. ¿Qué es esto? 2019
Pulitzer una periodista de origen japonés, escribió La muerte de la verdad, y narra cómo los miedos que se han
planteado por los totalitarismos a lo largo de la historia, sobre todo como
medio de manipulación, se basa en algo que sucede a partir del 2017, gracias a
Cambridge Analítica, por ejemplo.
La postverdad surge gracias a los algoritmos de las redes
sociales: uno abre Facebook, y gracias a sus algoritmos, aparecen noticias, ideas
o expresiones, con las que una determinada persona (tú y yo, y eso es lo que
hace que el muro de cada uno sea tan singular: a los muros de los
tierraplanistas les aparecen notas que fortalecen sus creencias, a las de los
pañuelos verdes carteles feminista, a los borolistas, memes que ponen en
ridículo a AMLO, etc.): a cada se dan conceptos con los que simpatiza y a
partir de ahí se siembra una o fortalece una determinada ideología; se generan
procesos que coinciden con la ideología de uno y la fortalecen, porque la
alimentan de supuestos fundamentos que terminan por convertirse en verdades
alternativas.
Los medios, las redes sociales lo nutren a uno —gracias a
esos algoritmos— con las verdades que uno quiere creer. Cada uno tiene su
verdad particular; la verdad ya no existe, y por eso se habla de una
postverdad. Como dijo Kelly Ann Conway: cada uno puede afirmar: “Nosotros
tenemos otros datos”, y con eso no desmiente la verdad del otro, sino afirma su
propia verdad con supuestos “datos duros”.
Y así, cada persona en nuestros días cree que él o ella son los
que están viendo tras el velo que nos han colocado encima las grandes
corporaciones o el gobierno y lo peor: generan modelos ideológicos que les hace
creer que de verdad la realidad se ajusta a sus creencias, y no al revés. La
postverdad está generada por algoritmos generados por los medios, los cuales
son los neosofistas del S. XXI (piensa en esto último: vale la pena desempolvar
al buen Sócrates).
Ahora, para entender cómo se llega a esto, hay que tener
presente que esto es un fenómeno
histórico; es fruto de una continua evolución social: el tránsito de las
sociedades teológicas, a las sociedades donde regía la potestad del estado y, de
allí, a la sociedad contemporánea (la postmodernidad) en donde ya no hay
ninguna creencia a ninguna instancia superior que la sociedad misma. Es más: ni
siquiera se cree en la sociedad, sino en el individuo, y esto nos engancha
directamente a la derecha, porque no hay ideología que sea más individualista,
que cierto sector muy particular de la derecha.
A esto hay que agregarle un aspecto más: uno de los valores
del S. XXI: La inmediatez. Y esto nos
lleva, entre otras cosas, a la ausencia de estructuras trascendentes, donde uno
mismo es la autoridad máxima. La información nos bombardea de tal manera, que
la gente piensa: “Estoy tan bien informado, que el pensamiento conspirativo no
me va a engañar”. Y se crea otra suerte de pensamiento conspirativo, pero sórdido:
estas ideas no tan sórdidas, pero llenas de la desconfianza de toda fuente de
información que no sea yo mismo y mis parámetros. Sólo confío en la información
que coincida con mis esquemas mentales. Y claro: aquí entra perfectamente el
movimiento antivacuna, o los que ahora dicen que la tierra es plana, o la
ultraderecha que de verdad cree que la inmensa mayoría de los mexicanos están
en contra de AMLO y que hay que derrocarlo.
Hablemos de las vacunas. ¿Qué pasa si a un niño no lo
vacunan? Nada: todos sus compañeritos están vacunados y entre todos detienen
cualquier contagio. Así que —si todos los papás cumplen su papel— yo puedo
prescindir del mío. El problema es cuando más del 20% no cumplen su función y
no vacunan a sus hijos: entonces el virus o la bacteria ataca a todos, como si
nadie hubiera sido vacunado. ¿Se entiende la idea? Hemos llegado a un punto tal
de confort vital, que nos sentimos inmunes, y llegamos a creer que podemos prescindir
de cosas que en realidad sostienen dicho confort. Ese es el tamaño de la
soberbia de los antivacuna, que han llegado a pensar que están por encima de
las leyes naturales, y que nuestro esquema mental se encuentra por encima de la
realidad. O igual podemos pensar en las pañuelos verdes: ¿Nuestro cuerpo es
nuestro y podemos hacer con ello lo que querramos? No. No impunemente, en todo
caso.
A manera de paréntesis, diremos que las vacunas ya existían
desde el S X. No como una inyección, pero sí como inmunización: en China se
molían las costras de la viruela y se le soplaban a las personas sanas para
inmunizarlas. Sí, alguien aquí puede levantar la mano y decir que eso qué. Vaya,
al punto que se quiere llegar es que las vacunas no son parte de una conspiración
realizada entre Big Pharma para con el
gobierno, sino de un empirismo de verdad muy antiguo, y que funcionó por siglos.
En el fondo, estos esquemas mentales, estas creencias vienen
de una extraña idea paranoica libertaria [y aquí hay que hacer una pausa, para
definir qué implica este término. La Wikipedia lo define así: “El libertarismo
(del latín libertas, libertad) es una filosofía política y legal que defiende
la libertad del individuo en sociedad, los derechos de propiedad privada y la
distribución de los recursos económicos a través de la economía de mercado. El
libertarismo considera la propiedad y el mercado como las bases más sólidas
para garantizar la libertad individual”. Vale decir, los libertarios son una
muy rara suerte de anarquistas de extrema derecha. Sigo con lo que decía:] la
manera de pensar del libertarismo les hace creer que todos están equivocados, y
que uno es el único que no tiene los ojos cerrados. El individualismo de la
derecha generando la idolatría de uno mismo. Individualismo, sí, pero lo
curioso es que se da de manera masiva. Pienso en este momento en G. K.
Chesterton, quien dijo: “Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en
Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo”.
Y así esta sociedad: se sustituyeron los dogmas de la fe por otros sistemas de
pensamiento que no dejan de ser próximos a algo que no se puede constatar y que
—insisto— curiosamente suelen estar cercanos a la derecha.
Ahondemos en esto del individualismo. En el S. XX había
clubes, organizaciones, actividades grupales, vaya. Pero todo eso se perdió con
la invención de los medios masivos, con el avance de la tecnología, con la
llegada del Internet. Vale decir, la gente dejó de involucrarse con sus
semejantes de manera corporal o material, y eso terminó por destruir el sentido
común, y llevó a la humanidad a un individualismo cada vez más extremo. Por eso
es tan perverso el movimiento antivacuna, porque amenaza el bienestar social,
para satisfacer ideas netamente individuales.
Hoy por hoy en esta singular ala de la sociedad, las ideas
individuales pesan mucho más que el consenso social; se espera que la sociedad
piense como yo, o se amolde a mis ideas. Sería un poco como el oponerse a la
democracia, a cambio de favorecer mi individualismo personal. Por supuesto, con
los tierraplanistas esa creencia no tiene, hasta donde alcanzo a ver, ninguna
consecuencia. Pero sí en aquellos que exigen hoy por hoy que renuncie AMLO.
En general son neoliberales que quieren sacar al Estado de
la vida de la sociedad en general, pero que al mismo tiempo ponen en riesgo la
vida de la sociedad. Una rara suerte de seudoanarquismo, porque es necesario
que exista el Estado, hoy por hoy.
El movimiento antivacunas inicia en el S. XVII, así de
fácil, donde un sector de la sociedad estadounidense perseguía a aquellos que
se inoculaban al frotarse con las ubres de vacas que habían sido infectadas de
rubiola. Vaya, tanto las vacunas como sus opositores tienen mucho, mucho tiempo
de existir. Pero en nuestros días ese movimiento toma fuerza con el Dr. Andrew
Wakefield, el cual publica un artículo en el Journal Medical de Lancett, Inglaterra, en 1998, diciendo que la
vacuna contra el sarampión favorecía el desarrollo del autismo. Aquí vale la
pena resaltar que más adelante se descubrió que el supuesto estudio realizado
por Wakefield era falso, que había sido escrito solo por prejuicios, e incluso
hay que decir que el doctor Wakefield reconoció que las veinte personas con TEA
que formaban parte de dicho estudio ni siquiera habían tenido contacto con él. Y
entonces, ¿por qué todavía sigue teniendo auge esta idea de que las vacunas
favorecen la aparición del TEA? El
problema es que el pensamiento paranoico y conspirativo nos demuestra que la
duda puede más que cualquier verdad.
Cuando inició este movimiento, se atacó solo a tres vacunas:
las del sarampión, rubiola y paperas. Pero esta idea paranoide y conspirativa
se ha extendido a todas las vacunas. Y ahora viene el siguiente problema: desde
el 2014, en los EUA, menos del 80% de los niños está vacunado de esas vacunas. Ya
lo habíamos dicho: con menos del 80% de niños vacunados, las vacunas no
funcionan. Por lo mismo, la pregunta es: ¿debería actuar el Estado en contra de
la voluntad de sus ciudadanos?
El problema es que es un fanatismo recubierto de ideas medio
religiosas, libertario, místico y de mucha, mucha soberbia, mezclada con gran
hipocresía: no quieren que intervenga el Estado, pero sí quieren que la Border
Patrol haga su función. O el equivalente en México, en otro rubro: se oponen a
la existencia de la Guardia Nacional, pero sí quieren que la misma impida el
paso de los centroamericanos por el país. Se ha vuelto una lucha de la ciencia
contra la seudociencia cargada de soberbia hiperescéptica. Una muy rara
soberbia de sentirse poseedor de un conocimiento que unos pocos elegidos poseen.
Hablemos de los tierraplanistas. Esa mentalidad
hiperescéptica es la que los hace responder a las grandes preguntas, como
¿quién nos oculta la verdadera forma del planeta? Weiss, uno de sus líderes,
contesta:
“La élite gobernante, desde la familia real hasta los
Rockefeller, los Rothschild… todos los grupos que manejan el mundo, están en
él”.
¿Cuál es la idea de esto? Un poquito el concepto de sentirse
víctimas de la sociedad o del gobierno. Mucha ira o frustración que encontró en
esto una manera de expresarse. “La mayor parte de nuestra ira apunta a la
NASA”, dice Sargent sobre la agencia que los tierraplanistas creen que está
detrás de la conspiración.
Pero, ¿por qué y cómo podría la gente creer en una teoría de
la conspiración tan fuera de este universo? (y de aquí estamos a un pasito de
hablar de quienes creen que el origen de la vida en esta tierra se la debemos a
los reptilianos).
“La gente, en
esencia, solo está tratando de entender el mundo”, dice Daniel Jolley, profesor
titular de Psicología de las Teorías de la Conspiración en la Universidad de
Northumbria, en el Reino Unido. “Y están mirando al mundo con una mirada donde
están sesgados en su pensamiento”.
“Pueden tener desconfianza hacia personas o grupos
poderosos, que podrían ser el Gobierno o la NASA, y cuando buscan evidencia que
tenga sentido para ellos… esta visión del mundo (está) respaldada”, dice. “Es
difícil salir de esa mentalidad”. De nuevo, aquí las palabras de Chesterton: “Lo
malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es…”
¿Hay una necesidad innata de religión? De creer? ¿De
sentirse parte de algo? Pues parece que sí: hay un motivo social atrae a las
personas a las teorías de la conspiración: el deseo de “mantener una visión
positiva de sí mismos y de los grupos a los que pertenecemos”, como dice la
psicóloga social Karen Douglas de la Universidad de Kent. Me imagino que ha de
ser muy difícil ser ateo, cuando tu mente o tu cuerpo, o tus esquemas sociales
tienden a creer en algo.
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