John, Leave it alone (de nuevo la aburridora)

Amigos y familiares:

Cuando era adolescente tenía interés por leer el Nuevo Testamento. Lo leía, había cosas que no entendía, pero sentía que era como una obligación leer ese libro. Con todo, cuando llegué a Romanos: 6:23 y leí “Porque la paga del pecado es muerte”, decidí que ese libro no era para mí y, como Francesca y Paolo, dejé de leer, por mucho tiempo. Ahora se me hace raro que no haya habido quien me explicara que existen realidades físicas, que existen realidades espirituales, y que ninguna de las dos es menos “real”. El versículo no se refiere a la muerte física, sino a la muerte espiritual: quien peca, muere espiritualmente, no quiere decir que quien peca deba ser condenado a pena de muerte, como entendía yo siendo adolescente.


Pero creo que así como estaba yo, hay mucha gente que está hoy día: gente que sólo puede percibir lo que ven sus sentidos, y para él o ella no existen las realidades que no pesan, se miden, palpan o huelen.

Lo cual trae a mi mente la idea de la Generación espontanea: Por muchos siglos, desde el tiempo de Aristóteles (4ª.decada a.C., y cuesta trabajo que él haya creído eso), los científicos creían que organismos vivientes podrían nacer de generación espontánea, esto es, que objetos no vivientes pueden dar vida a organismos vivientes. Era un conocimiento común que simple organismos como lombrices, bichos, sapos, y salamandras podrían venir de el polvo o lodo, etc. Y que la comida, si era dejada fuera, rápidamente se “enjambraba” con vida. Hay cosas que nunca veremos, pero existen. En este momento hay miles de señales de celular a tu alrededor, y si tuvieras la manera, podrías contestarlas; cientos de señales de estaciones de radio y televisión satelital. No las vemos, existen, y creemos que existen, y lo mismo pasa con aquellas cosas que no vemos, como la influencia del bien y del mal, pero allí están.

Una vez más, hay realidades físicas y realidades espirituales, salvo que casi siempre damos más importancia a las primeras, porque las podemos ver, tocar, y nos pueden lastimar. Pero las últimas son las más importantes, porque son eternas. Y así como hay enfermedades físicas, hay enfermedades espirituales. Pongo sólo un ejemplo de cada una, y ambas tienen que ver con el envenenamiento.

Existen enfermedades físicas y enfermedades espirituales. Por ejemplo: envenenamiento. No muchos saben que existe el envenenamiento por anticongelante. El anticongelante (glicol etileno) es un liquido claro, sin color (sí, alguno dirá que tiene un color verde fosforescente, pero eso es añadido, para que estemos sobre alerta), sin olor. Acaso uno de sus peligros es que su sabor es dulce. El anticongelante causa una intoxicación peligrosa, si es que no fatal. Destruye el hígado y los riñones. Suele ser ingerido accidentalmente por animales, niños porque es muy dulce, o por vagabundos que lo toman como sustituto del alcohol. Para todos ellos suele ser atractivo, porque para ellos es dulce ser envenenados.

De la misma manera, existe envenenamiento espiritual; cosas que dañan o lastiman tu espíritu: la frivolidad, orgullo, enojo, amargura, resentimiento o rencor. Todas ellas son cosas que dañan tu espíritu. Borges alguna vez dijo “No odies a tu enemigo, porque al hacerlo eres de alguna manera su esclavo. Tu odio nunca será mejor que tu paz”.

El problema con este pecado (o enfermedad) es que es como todas las adicciones: generan dependencia y desarrollan tolerancia. Quien lo prueba, corre el riesgo de desarrollar el “gusto” por el amargo resentimiento; por el acre rencor y, de alguna manera extraña, disfrutar de ellos.

Bueno, hasta aquí la enfermedad. Ahora el antídoto, que en realidad no es uno, sino varios.

Primero: en D. y C. 64: 8-10 se lee, y por favor léelo con mucho cuidado: “En la antigüedad mis discípulos buscaron motivo el uno contra el otro, y no se perdonaron unos a otros en su corazón; y por esta maldad fueron afligidos y disciplinados con severidad. Por tanto, os digo que debéis perdonaros los unos a los otros; pues el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor, porque en él permanece el mayor pecado. Yo, el Señor, perdonaré a quien sea mi voluntad perdonar, mas a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres. Y debéis decir en vuestros corazones: Juzgue Dios entre tú y yo, y te premie de acuerdo con tus hechos.” Ahora, si puedes, vuelve a leer este párrafo. A fin de que me sirva más, en mi propio ejemplar taché “vosotros os”, y puse “Óscar Pech le”. Y pienso en ello, no se trata de decirlo de labios, sino de corazón: “No te guardo rencor, y juzgue Dios entre tú y yo”, porque, como está escrito: “Yo a nadie juzgaré: Es imperfecto mi entender. En el corazón se esconden penas que no puedo ver. Yo a nadie juzgaré…” El corazón del hombre es un terreno pedregoso, y muchas veces pasan cosas que no fácilmente tienen explicación, salvo que la gente en verdad esté llena de gran maldad, pero yo siempre prefiero pensar en que hay una razón por la que la gente haga tal o cual cosa.

Segundo: (esta historia ya la conté a alguien entre ustedes): Alguien a quien de verdad quiero mucho estaba barriendo su casa, cuando se clavó una astilla grande de la escoba. Trató de sacarla, pero la astilla era muy grande y era muy dolorosa. Pensó en pedirle ayuda a su esposa, pero su esposa es una mujer muy dura. Una mujer que cuando se enoja puede durar semanas saboreando el dulce líquido de su anticongelante espiritual. Semanas en los que él se vuelve, ante ella, el hombre invisible. Cuando por fin su esposa habló, y pudo haber ayudado, de mala gana revisó su dedo, pero ya la astilla se había clavado más profundo en su dedo. Ya no se veía, pero él ya no pudo volver a doblar igual el dedo anular izquierdo. Yo tengo para mí que por eso en Efesios 4: 26 dice “Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo”. Si se pone el sol sobre tu enojo, cuando te despiertas ya no encuentras la astilla, se ha ido más adentro, y te envenena, porque no todas las astillas son biodegradables. Si tienes que arreglar algo con tu pareja, aunque te desveles, no te duermas hasta que quede solucionado. Al otro día, aunque desvelado, te sentirás mejor. Quien llega a acostumbrarse a dormirse con el problema sin resolver, esperando a que la noche de descanso “borre” las cosas, puede nutrirse o nutrir a su pareja con anticongelante que envenene su espíritu.

Tercero: En la ley de Moisés (sí: ya sé que ya no está en vigencia) hay cosas que son de gran valor. Hay principios allí que ayudan a solucionar problemas sociales. Un ejemplo: En Levítico 19:16-18 dice qué hacer cuando uno tiene problemas con alguien: “No andarás chismeando entre tu pueblo. No atentarás contra la vida de tu prójimo. Yo Jehová. No aborrecerás a tu hermano en tu corazón; razonarás con tu prójimo para que no participes de su pecado. No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo Jehová.” Me gusta mucho cómo lo dice en la Biblia en inglés, en vez de usar el verbo chismear: “no andarás de arriba para bajo entre tu pueblo como un contador de cuentos”. Si entiendo bien esta vida, razonar nos ayuda a entender. Entender nos ayuda a comprender. Comprender nos ayuda a perdonar.

Cuarta, y acaso la más difícil de todas. Hay una historia que cuenta Boyd K. Packer, en “Balm of Gilead”, en Ensign, Noviembre de 1987, pág 16 y ss., y que resumo a continuación:

Si usted sufre de preocupación, de dolor, o una profunda pena, envidia, o celos, por auto recriminación o auto justificación, Considere esta lección enseñada a mí hace muchos años por un anciano. Él era el hombre más santo que yo jamás había conocido. Era firme y sereno, con una gran fuerza espiritual, que buscaba bendecir la vida de todos los que de alguna manera lo rodeaban: era un hombre que siempre se preocupaba por quienes sufrían. Cuando ya era muy anciano no podía manejar de noche, por lo que en muchas ocasiones Élder Packer se ofrecía a llevarlo en su propio auto. En una ocasión, una de esas noches ese anciano tan bondadoso le contó una parte de su vida que Élder Packer jamás hubiera imaginado

Dijo que había crecido en una pequeña comunidad con un deseo de ser alguien. Batalló para obtener una educación. Se caso con su novia adorada, y todo estaba muy bien. Tenía muy buen trabajo, con un futuro brillante. Estaban muy enamorados, y estaban esperando su primer hijo. La noche en que su hijo iba a nacer, hubo complicaciones. El único doctor que había en ese pueblito a principios del S. XX, andaba fuera atendiendo a los enfermos y no se le podía encontrar. Después de muchas horas de sufrimiento, la condición de la futura madre fue desesperante. Finalmente el doctor fue localizado. Por la emergencia actuó con presteza y pronto tenía todo en orden. El bebé nació y la crisis parecía haber terminado.

Salvo que días después la joven madre murió de infección que el doctor había estado tratando con otra paciente esa noche.

El mundo de Juan se destrozó. Nada estaba bien, todo iba mal. Perdió a su esposa. No tenía el modo de atender a su bebé y a la misma vez su trabajo. Al pasar las semanas su dolor era abrumador. Se decía a sí mismo: “No deberían permitir que ejerciera ese doctor”. “El trajo esa infección a mi esposa. Si hubiera sido cuidadoso, ella estuviera viviendo ahora”. No pensaba en otra cosa, con su amargura creciendo de manera constante. Empezó a pensar en licenciados, en tribunales, en –—de alguna manera–— vengarse.

Hasta que una noche una niña tocó a su puerta. Simplemente dijo: “papá quiere que venga. Quiere hablar con usted”. “Papá” era el presidente de estaca. El joven de corazón dolorido fue a ver su líder espiritual. Este pastor espiritual había estado cuidando su oveja y tenía algo que decirle. El consejo de este gran sirviente fue simple, “Juan, déjala ir. Nada de lo que hagas la hará volver. Cualquier cosa que hagas, sólo empeorará la situación. Juan, déjala ir.

Obedecer implicó visitar su propio Getsemaní. ¿Cómo podría dejarlo así? ¡Lo correcto era lo correcto! Un terrible mal se había cometido y alguien tiene que pagar por él. Era un caso muy claro. Y él sufrió en agonía, en lucha consigo mismo, para poder volver a ser el que era. Finalmente determinó que cuales fueran los asuntos, el debería ser obediente. La obediencia es una poderosa medicina espiritual. Es como la penicilina espiritual, que lo cura casi todo.

Y ese joven determinó seguir el consejo de ese gran líder espiritual. Lo dejaría ir.

Y entonces, dijo a Élder Packer “¡Yo ya era un anciano, cuando finalmente comprendí! Finalmente pude ver un pobre doctor que trabajaba demasiado, mal pagado, correr de paciente a paciente, con poco medicamento, sin hospital, muy pocos instrumentos, batallando para salvar vidas y que, con todo, lograba triunfar la mayoría de las veces. Llegó en el momento de una crisis, cuando dos vidas estaban en peligro, y actuó con demora. Yo era un anciano” repitió, “¡Cuando por fin comprendí! Pude haber destruido mi vida y la de otros.”

Yo imagino que todos podemos aprender de esa experiencia, para no tener que pasar por lo mismo. La amargura, el resentimiento, son venenos que echan a perder cualquier felicidad y muchas veces lo mejor que podemos hacer, por mucho que hayamos sido lastimados por otros, es simplemente decirnos a nosotros mismos: “Juan, déjalo ir. María, déjalo ir.

A veces nos sentimos débiles, sin fuerzas para perdonar, sin fuerzas para tomar esa medicina que es el olvido. Si necesitas una transfusión de ayuda espiritual, simplemente pide por ello. A eso le llamamos oración. El orar es una medicina espiritual poderosa. Las instrucciones para su uso se encuentran en las escrituras.

Una de las frases que más escuché repetir a mi abuela toda su vida fue que la felicidad no existe. Yo sé que si uno ora, es obediente, y olvida, uno encuentra ese dulce bálsamo que cura nuestro interior, y que nos lleva a la felicidad. Como está escrito: “¡Qué reposo alcanzado es la humilde oración! Trae consuelo al herido, paz al corazón”. Que haya siempre paz en tu corazón:


Óscar Pech
"In the faces of men and women I see God"
Walt Whitman, from Leaves of Grass

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