Revoluciones silenciosas

Al menos en teoría, la diferencia entre una revolución de verdad y una simple revuelta (por larga, violenta y destructiva que ésta sea), radica en el hecho de que después de una revolución, ya nada vuelve a ser igual. Y el viejo Marx (no, no me refiero a Groucho o Harpo), descendiente de toda la filosofía alemana, decía que a toda tesis se opone una antítesis: en cuanto se inicia una revolución, casi de inmediato surgirán fuerzas antirrevolucionarias (Newton apoyaría esta noción, diciendo que toda acción genera una reacción en sentido inverso y de igual fuerza), por lo que es de veras muy raro encontrar una verdadera revolución, al menos en el orden de los social. El poder sólo cambia de manos, y queda eso: más manoseado o devaluado, pero la lucha de clases sigue sin grandes cambios. Así que, al menos en teoría, las revoluciones que resisten mejor el paso del tiempo son las revoluciones que navegan con bandera de perplejas, las, así llamadas, revoluciones silenciosas.

Una revolución silenciosa se da a nivel de las ideas, antes que de acciones. Es decir, que subrepticiamente avanzan en la mente de la gente, cambian poco a poco sus valores y sus actitudes, la forma de hablar, luego sigue su comportamiento. En la Edad media tardaron un milenio en realizar un cambio sustancial, de forma aislada, tímidamente, sin gran coordinación. Pero ahora, con la llegada de los medios al poder (ellos dictan las normas, los valores, los estándares morales: ellos educan), somos dirigidos fácil y dócilmente hacia donde dichos medios nos quieran dirigir. No hay necesidad de que nos muestren cuál es el programa desglosado o plan de clase: simplemente nos muestran a actores modelando un estilo de vida, y nosotros lo seguimos. Comparto algunos ejemplos:

Hace cincuenta años, era imposible que hubiera una película con un protagonista negro, como Will Smith. Hace cuarenta años era impensable que una mujer común y corriente pensara en estudiar un doctorado. Hace treinta años era impensable que un alumno le faltara el respeto a un maestro, y menos que un padre se pusiera a ultranza de parte del alumno. Las revoluciones silenciosas no por fuerza tienen que ver con las etiquetas que corresponden a lo “bueno” y lo “malo”. Algunas son muy buenas y ayudan a que haya igualdad en el mundo, otras son increíblemente nefastas aunque, en un mundo que ha perdido sus puntos de referencia, es muy difícil que hoy mucha gente pueda definir con claridad cuáles son para bien, y cuáles no. Lo cierto es que se imponen cada vez más por los medios y llegan a acuñar una forma de vida, tradiciones (es decir, leyes no escritas) instantáneas que no tienen que ver con esas acciones coordinadas y violentas que solemos asociar con la idea de lo que es una revolución.

Casi de manera tautológica, en su mente uno da por sentado que una revolución es un adelanto o que implica un progreso pero, en las revoluciones silenciosas, en tanto tienen como meta por lo general controlarnos, hacernos “mejores” consumidores, no se puede afirmar eso. Los referentes acerca de lo que es bueno o malo desaparecen, y cada vez parece más difícil que podamos recuperarlos. Un día despiertas, miras con cierta distancia tu propio barrio, tu cultura, tu entorno, y te das cuenta de que apenas si eres capaz de saber cómo funcionan las cosas, cuál es tu papel en la sociedad y te quedas desconcertado, porque alguien se ha llevado todo lo que constituía los cimientos de tu sociedad, y al observar cómo funcionan las cosas, sabes que las cosas ya nunca volverán a ser lo que eran. Como dijo Ortega y Gasset: “Todos los hombres viven en la historia, pero muchos no lo saben. Otros saben que su tiempo será histórico, pero no lo viven como tal”.

El problema de todo esto es que nos da lo que en Kung fu panda, Oogway llama “la ilusión del control”, y que tiende a ignorar la teoría de las estructuras disipativas, o teoría del caos (en cristiano: que a veces creemos que la sociedad actual es como un engranaje donde cada quien tiene su lugar y todo está ordenado, pero de repente las cosas se nos escapan de las manos: los conejos que invadieron Australia, los ratones en Europa, las abejas que –—en medio mundo–— se extinguen): el agua busca su propio cauce y cuando nos damos cuenta, o la presa no es suficiente, o causa más estragos que beneficios.

Y así, la globalización (el neoliberalismo, el consumismo, el poder de los medios) va borrando valores individuales, desdibuja culturas locales, nos unifica y estandariza para que seamos mejores consumidores. Nos “educa” para que busquemos ser uno y el mismo con todos nuestros correligionarios que fiel e inalterablemente ven el mismo programa que nosotros a la misma hora para así, en intermedios comerciales, recibir la doctrina que moldea nuestra conducta, nuestros gustos, nuestra existencia.

La mayor parte de nosotros (o nuestros padres) pueden ver una marcada diferencia entre el nuevo estilo de vida y aquel en el que fuimos criados. Nos hemos vuelto complacientes con nuestros hijos, hemos pasado del temor, un falso respeto, a una igualdad en donde los hijos se ponen al tú por tú, y en más de una ocasión son ellos los que mandan en el hogar.

Es cierto, las circunstancias son diferentes, pero lo que nunca cambia son los principios. Yo parto de la premisa de que un principio es una verdad eterna, inalterable, en abstracto, que se puede aplicar de manera individual a una gama casi infinita de circunstancias y situaciones, sin importar si uno es testigo de Jehová o católico. Sin importar si uno es musulmán, cristiano, o budista. Principios como la bondad, la fe, el respeto, la tolerancia, la dedicación, la tolerancia, siempre serán buenos, sin importar en dónde o quién sea uno. Es cierto a veces creamos sociedades hipócritas, en donde lo que importa es simplemente aparentar, y entonces hay una falsa bondad, una apariencia de respeto, una mera superstición: unos falsos principios. Pero la gente original, sincera, siempre buscará tener esos principios firmemente arraigados en forma de valores en su vida.

No hace mucho, yo escribía que las grandes diferencias entre las naciones no son tanto sus circunstancias particulares, sino que lo que hace la diferencia son rasgos culturales muy bien definidos, y que se basan en principios morales que, a su vez, nos dan una determinada visión del mundo. Por ejemplo: lo que hizo de los EUA la nación que fue, fueron tres cosas: la certeza de que "In God we trust", y la frugalidad e industria. Acaso no sea como dijo el cuervo de Alan Poe: "Sólo eso, y nada más", pero lo demás sí era accesorio: lo importante eran esos principios que daban una visión del mundo y que le hicieron llegar a ser lo que fue (sí, no se equivocan: deliberadamente uso el verbo en pasado).

El problema es que los principios morales los adquirimos principalmente de la familia, de la religión, de la escuela (estrictamente en ese orden). Y cada vez es más frecuente encontrar familias poco funcionales que no viven una religión con la fuerza necesaria. De hecho, si percibo las cosas bien, en nuestros días la religión se ha vuelto un elemento "light" en la vida de las personas, en más de un sentido. La gente busca que sea así: en la postmodernidad el hombre ora a sí mismo, y ese endeble dios no tiene la fuerza de dar valores morales de calidad. (sopesa el calibre de esta declaración, dada por José Smith: “una religión que no requiera el sacrificio de todas las cosas jamás tendrá el poder suficiente para producir la fe necesaria para vida y salvación”). Lo que ha dado el poder para hacer tanto bien o mal a la religión en el pasado y en el presente es la convicción que tienen sus feligreses de vivir en la verdad. En el momento en que una religión se vuelve una mera convención social, una ceremonia para sólo ver y ser vistos, entonces esa religión pierde su poder para sembrar principios en sus feligreses.

No hace mucho, una familia a la que estimo se acercó a mí y me dijo que estaba perdiendo su fe en la religión (y me asombró que me lo dijeran así, frente a sus hijos, de 9, 6 y 2 años), y que pensaban que la religión que ellos y yo compartimos les daba respuesta a sus preguntas de la vida, pero que sólo por esas respuestas permanecían así, “activos” entre comillas. Por pena no les dije lo que pensaba, pero creo que ustedes sí deben saberlo: uno no siente firmes convicciones por su respectiva religión, mientras no la viva cabalmente. Como en cualquier curso en la escuela, no importa qué tan bueno sea el maestro, importa cuán comprometido esté el estudiante, y uno siempre sacará de cualquier materia, tanto como uno ponga en ella. Vivir los mandamientos cabalmente, nos da gran gozo. Vivirlos por obligación, es simplemente una carga muy difícil de sobrellevar. Y en este mundo postmoderno es cada vez más difícil saber qué es lo correcto. Pocos leen las Escrituras y, por lo mismo, pocos poseen ese marco referencial que establece con claridad qué es correcto y qué no, al grado que hemos llegado al punto de que muchas veces a lo malo se le llama bueno, y a lo bueno se le ridiculiza, menosprecia, persigue.

Nuevamente, la solución está en la familia. Si de alguna manera se va a salvar la civilización globalizada, es por medio de otra revolución: una contrarevolución silenciosa que se centre en implantar fuertes valores familiares, porque si en la familia no aprendemos, por poner un ejemplo, a perdonar, a amar, a ser honrados, a dar servicio, difícilmente lo aprenderemos en la Iglesia, y es muy claro que cada vez más la familia (y las iglesias en general) le delegan la educación íntegra de los hijos, a la escuela. El pobre docente debe de formar a los niños o adolescentes, teniendo la responsabilidad, pero no la autoridad: no puede tocarlos, no puede regañarlos, porque el sentido de culpa de los padres ausentes hace sean, ante todo, abogados de sus hijos pese a que los mismos sean culpables de lo que sea.

Esta revolución silenciosa que ha vivido la humanidad en nuestra generación nos ha imbuido un mito: el mito de que estamos en un progreso constante, de que las cosas van mejorando siempre, porque vemos que la tecnología se desarrolla, pero si vemos los problemas ecológicos causados por ese “progreso tecnológico”, vemos que no vamos para adelante. La civilización no está avanzando. En mi país (México), la civilización se cae a pedazos, con el narco ganando una batalla que cada vez se pelea peor contra el gobierno, y no porque el gobierno sea inepto, sino porque la ciudadanía no se compromete, porque no tiene principios claros, firmes, bien cimentados en sus vidas. Una vez más, la solución la dará el que en la familia se vivan principios de calidad. Es lo que marcará que Latinoamérica salga adelante. No sé si alguien entre ustedes tiene algún comentario al respecto, pero yo sigo ávido de diálogo:



Óscar Pech
"In the faces of men and women I see God"
Walt Whitman, from Leaves of Grass

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