Un cuento y su comentario

Primero comparto un cuento mío, escrito hace siete años. Luego, abajo, si quieren, un breve comentario del mismo.

Y subir subir por la vida y por la sombra.

Lázaro siempre se distinguió de todas las demás personas por ser extremadamente bondadoso. No que a mí me importara mucho que lo fuera, pero como siempre fue bueno conmigo, me importaba mucho estar a su lado. Y a sus espaldas la gente siempre habló, incluso hasta mucho tiempo después de que partió por última vez, de cuán generoso era en prodigar su felicidad: repartía la luz de su sonrisa como el sol: de manera pareja y hasta donde la gente lo dejara entrar.

Ahora todos conocemos el final de la historia y eso la hecha a perder, porque en ese momento todo nos cogía de sorpresa: Lázaro amaba la vida. Cuando enfermó, no hubo qué esperar la opinión de los médicos; sin hacer mucho ruido todas las vecinas coincidieron en que su enfermedad no tenía salvación, mientras Lázaro lloraba de dolor y miedo, pero sobre todo de tristeza, porque confiaba en Jesús, que no llegaba para salvarle.

Por eso todos lloramos cuando murió. Era la tristeza que siempre traen arrastrando consigo las despedidas, pero también algo más: era como si la oscuridad de la noche cayera con todo su poder sobre recuerdos muy luminosos, sabiendo que éstos no volverían más. Quienes más lloraban eran sus hermanas. Nunca había visto y nunca volvería a ver una familia que prodigara tanto amor. Sobre todo si ustedes pudieran haber visto cómo iban las cosas con mi padre en la casa. Y tal vez por eso pienso que ellos habían sido escogidos. Porque de esa manera la enseñanza sería más profunda. Habían mandado llamar a Jesús, quien seguramente podría curarlo, pero cuando Éste llegó, Lázaro llevaba cuatro días en la tumba y, si el cuerpo de Lázaro se parecía un poco al de los animales que a veces uno se encontraba abandonados en el camino, para entonces
su cuerpo estaría tan inflado como una luna.

Marta y María suavemente reprocharon a Jesús que no hubiera estado presente para salvar a su hermano, y entonces pasó algo que al principio me parecía muy extraño: Jesús tenía el poder de darle la vida nuevamente. De hecho, sabía que se la iba a otorgar de nuevo y, sin embargo, al sentir el dolor de la despedida, lloró. Y mostrando su amor, Jesús lo llamó con poder y autoridad, y entonces pasaron dos cosas: El cuerpo de Lázaro, que había estado descomponiéndose y que empezaba a agusanarse, fue sanado, y su espíritu, que había estado en el paraíso por cuatro días, regresó a esta parte de la tierra, se unió a su cuerpo y, con ello, Lázaro volvió a la vida.

Salvo que Lázaro en realidad no regresó. Ya no era el mismo. Había perdido su alegría. Yo, que siempre lo seguía y lo acompañaba a todas partes, veía cuánto había cambiado. Se volvió taciturno. No sé qué cosas habría visto, pero parecía que el tener qué regresar a su cuerpo lo consideraba como una especie de castigo. Más de una vez me armé de valor, cuando veía que él pensaba en lo que había visto allá, y me atreví a preguntarle: “¿Cómo son las cosas allá, Lázaro?” No que me importara mucho lo que dijera, pero así yo tendría mucho de qué platicar con los demás. Y en cambio, él me respondía con esas cosas que todos sabemos: vaguedades acerca de que es como acá, pero con cuerpos de espíritu, que un espíritu es materia más refinada y pura y que todos los seres vivos, plantas y animales tienen espíritu y conviven en aquél mundo; que como vivimos en un mundo caído, las cosas allá son como acá, continuación de las de acá, pero perfectas. Pero esas eran descripciones muy generales, y a veces su corazón dejaba escapar suspiros tan hondos, como quien, en tierra extraña, añora el hogar. Y entonces yo, que nunca desistía, le regalaba mi mejor sonrisa y volvía a preguntar: “¿Cómo son las cosas allá, Lázaro?” Y él me miraba con esa mirada, que cada día se impregnaba más de la tristeza del mundo, como si me quisiera decir que no podía decirme todo, porque no lo entendería, o como si quisiera decirme que no podía, porque saber lo que yo quería saber, en vez de hacerme un bien me iba a hacer un mal. “¿Cómo puedo decirte lo que visto?”, me dijo una vez, “¿Cómo puedo decirte cosas que no puedes comprender sin que eso afecte tu fe?”

Salvo que, a fuerza de importunarle, yo mismo llegué a interrogarme a mí mismo acerca de con quién se habría encontrado allá, pero eso sí que nunca se lo pregunté, aunque quería saber si allá habría visto a mi madre, y también quería saber qué podría haberle llevado yo a ella para no llegar con las manos vacías y la cara manchada de roja vergüenza. Pero platicar con Lázaro era cada vez más difícil: en su mirada se veía que le dolía la vida. Le dolía que la gente peleara por cosas sin importancia, y ya no podía comprender que a veces una persona le hiciera daño a otra, porque su corazón se había llenado tanto de amor, que la vida se le había hecho extraña. A veces creo que él nos miraba como si nosotros fuéramos hormigas que pelean por un grano habiendo tanta comida en el mundo; como arañas que se pelean por un rincón, habiendo tanto espacio en la casa. Yo tengo para mí que las cosas más tersas de la vida, para él, eran rasposas.

Entonces Lázaro empezó a tener pesadillas, en las que unas veces moría, y otras resucitaba. Yo pregunté cómo cosas tan diferentes podían ser pesadillas. Y alguna vez María, su hermana, me contestó: no es el morir o el revivir: es la ruptura de la continuidad lo que le atemoriza.

Una vez, cuando alguien comentó de quien perseguía a la Iglesia y consentía en y buscaba la muerte de los santos, Lázaro lloró, y yo creía que lo hacía por el dolor de la gente que moría, pero cuando los sollozos dejaron de ahogar su voz, todavía entre gemidos dijo: “¿Cómo alguien puede lastimarse a sí mismo de esa manera?” Y todos nos asombramos menos por su respuesta, que por escuchar su voz: caímos en cuenta de que ya casi nunca hablaba. Hasta que una noche, Marta, molesta y cansada, le reconvino como sólo ella sabía hacerlo, porque a ella siempre le molestaba todo lo que no fuera práctico. Le dijo que no podía permitir que su vida se siguiera apagando de esa manera; que su regreso no debería ser visto como un castigo, sino como un don divino. Lázaro no dijo nada, tal vez porque, como ya dije, él ya casi nunca hablaba, pero su semblante cambió, como si recién empezara a ver el otro lado de las cosas. Y cuando llovía y todos se guarecían en sus casas, Lázaro corría por las calles sin cubrirse junto con nosotros los niños y Marta le preguntaba a su hermano que qué era lo que hacía, y éste le respondía: “mi cuerpo está sintiendo el agua”, y aunque esto no era frecuente (el que respondiera, se entiende) creo que empecé a comprender que descubrió que podía sentir su cuerpo como ninguno de los que nunca habíamos dejado de vivir; Percibía de manera diferente tanto los sabores, como el frío, los olores, la arena, el dolor, la luz, el hambre, la muerte.


A veces la muerte le parecía una verdadera calamidad, y a veces una tragedia, pero casi siempre al revés de lo que yo esperaba, y creo que poco a poco me di cuenta de que su don muchas veces podía ser un don amargo, pero siempre un don. Un don que hacía que la gente no lo comprendiera y que muchos lo juzgaran como loco, pero hasta donde yo me di cuenta, eso a él no le importaba. No que se considerara más de lo que éramos nosotros pero, empezando por mí mismo, a veces de veras que nos comportábamos como si nuestro pequeño hormiguero fuera todo el mundo. ¡Pero a veces es tan difícil tener contento a un padre al que no le gusta nada de lo que uno hace!

Y de nuevo sus hechos prodigaron felicidad a quienes lo rodeaban pero a veces, cuando se quedaba solo, yo veía cómo, cansado, dejaba caer la máscara de felicidad y de nuevo la tristeza brotaba del manantial de su corazón. Entonces Marta, que a su manera sabía comprenderlo todo, me decía “Jehú, sé buen niño por una vez en tu vida y deja descansar a Lázaro. Es tiempo de dormir: ve a tu casa y ya mañana le darás a Lázaro otra oportunidad de cambiar tu naturaleza.” Y yo no quería irme, no porque me importaran sus lágrimas o porque se notara que en cada lágrima él dejaba escapar un pedazo de su vida, sino porque en casi cualquier lugar de la tierra o del infierno se dejaba estar mejor que en mi propia casa y con mi propio padre.

Entonces regresó Jesús a Betania, a casa de Simón, el que había sido sanado de lepra. Allí cada uno de los tres hermanos le dio en agradecimiento lo que tenía. Marta le preparó una cena. Si quieres imaginarte esa cena, sólo piensa: ¿Qué le ofrecerías a quien resucitó a tu amado hermano de entre los muertos? Muchísima gente, como yo nunca había visto antes, vino. Unos para ver a Jesús, otros para ver a Lázaro, quien les predicaba con autoridad, al grado que muchos de los judíos se apartaban de sus creencias para seguir a Jesús. Pero en lo oscurito escuché que los principales sacerdotes acordaron dar muerte no sólo a Jesús, sino también a Lázaro. Cuando escuché esto, busqué llamar su atención y le pedí que guardara silencio y dejara de hablar de la fe de Jesús pero él, feliz como si se tratara de su cumpleaños, daba gustoso lo que tenía. ¿Y María? Ella dio ese perfume de nardos que hasta para un rey era demasiada ofrenda. Así que si no los tres, al menos María sí estaba consciente de que su amado Señor pronto moriría.

Y así siguió la vida de Lázaro. Durante muchos días se esforzó por aprender a vivir en esta tierra donde la felicidad se esconde y la desdicha se pasea, A veces se veía que se esforzaba, a veces que se resignaba, e incluso yo alcancé a notar que hasta llegaba a gustarle estar entre nosotros, y una vez alguien le preguntó que qué era lo mejor de haber vuelto a esta tierra, dijo que lo mejor era estar de nuevo con aquellos a quienes él amaba, porque amamos lo que servimos, y servimos lo que amamos. Y parecía que los ojos de Lázaro sólo buscaban a quién dar servicio en todo momento y en todas las cosas y en todo lugar.

Sí, así siguió su vida, sabiendo que los judíos buscaban su muerte, hasta ese atardecer en que se recostó bajo un árbol mientras yo jugaba a su lado, sin darme cuenta de que finalmente habían logrado envenenarlo, hasta que gimió de dolor y volteé a mirarlo. “¿Qué pasa, Lázaro?”, le dije. “¿No los ves?” me respondió. “Vienen por mí. Es tiempo de partir de nuevo”. Y miró con emoción el campo que le rodeaba, y el trigo que ondeaba acariciado por el viento tibio. Se apoyó en el árbol para ponerse de pie, pero no lo hizo, el dolor no se lo permitió: sólo miró detenidamente el color y la textura del tronco, y parecía contemplar la hermosura del mismo. “¿Por qué lloras, Lázaro? ¿No quieres irte?”, le pregunté extrañado. “El paraíso no es el lugar perfecto. Ese viene después. Sé que mientras tanto extrañaré todo esto”. “Lázaro”, le dije, “Lázaro”, pero por primera vez no me hizo caso, y yo quería preguntarle que a quién veía, y si veía a mi madre por allí, entre los que venían a recogerlo, pero él sólo escuchaba a quién sabe qué personas o ángeles. “Lázaro”, le dije por última vez con mucha tristeza, “¿podrías entregarle esto a mi madre?” Pero entonces su cuerpo cayó, como duermen las velas cuando el viento ya no sopla y entonces Lázaro, no su cuerpo sino el verdadero Lázaro, continuó su interrumpido viaje y yo me quedé llorando a su lado, sosteniendo una flor en las manos. Una solitaria flor simple y silvestre, como siempre había sido mi vida.

Hace muchos años tuve una de las pruebas más difíciles que he tenido. Tenía un jefe que no me quería, que trató de correrme, no encontró la manera de hacerlo, y simplemente me cambiaron a Monterrey. No supo hacer las cosas bien, y su jefe, imagino, le dio un buen tirón de orejas. Vivimos sólo dos meses en Monterrey, y regresamos a Chihuahua. ¿Qué se siente? Me preguntaban, y no sabía qué responder. Lo que había pasado era algo que no podría entender quien no lo hubiera vivido. había mucho dolor, mucha frustración acumulada, muchas cosas que no sabía cómo explicar, y alguna vez me vino la mente que seguramente así se habría sentido Lázaro. En dos días escribí este cuento, lo más doctrinalmente correcto posible, pero lo interesante es que, mientras lo escribía, el niño narrador fue tomando forma, y dejé de sentirme como Lázaro, y empecé a sentirme muy cerca de ese niño, que desea de alguna manera tener contacto con su madre, sin poder lograrlo. Que no logra entender la vida, y que al final se queda tan solo. Me parece un cuento muy bello, muy triste... No hablo de hacer una literatura autobiográfica, no, pero uno se siente cerca o lejos de sus personajes, y ellos toman vida propia, independientemente de uno. Ojalá hayan disfrutado del relato:



Óscar Pech
"In the faces of men and women I see God"
Walt Whitman, from Leaves of Grass

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