¿Cómo están tus hijos? (un correo muy viejo)

Hay cosas que uno hace, y uno no sabe por qué, ni para qué. A veces uno escribe más para uno mismo, que para un posible lector, y envía la carta sólo para que la escritura no se transforme en una rara suerte de trampa: quien escribe para sí mismo, pensando en no ser leído nunca, juega en su mente con la posibilidad de la locura. Toada escritura, incluso en un diario personal, lleva un futuro lector implícito: lleva a la posibilidad de la comunicación.

El problema es a quién me dirijo hoy. Este monólogo es, lo sé, una película vista demasiadas veces, pero no por ello es menos intenso para mí, o menos apremiante y necesario. Desde hace como cuatro horas pienso y pienso en Glen Whetten, como si ese pensamiento fuera una mosca encerrada en una habitación, y zumba y zumba sin encontrar la salida. Hace casi seis meses nos saludamos, y lo primero que me preguntó fue: “¿Y cómo siguen sus hijos?” “Mis hijos están bien”, respondí, y con esa respuesta, cortante y helada como el viento invernal, puse a mis hijos fuera del interés del bueno de Glen.

Pero el hecho es que mis hijos no están bien. No están nada bien. Y los hijos tienen más peso en las decisiones de uno, que cualquier otra cosa, incluyendo la pareja o uno mismo. En cierto sentido, creo que empiezo a comprender, por ejemplo, a quienes no se divorcian sólo por darles estabilidad a sus hijos, aunque su vida personal sea tan árida como el desierto y deban cargar constantemente con su infiernito personal, pero así es como son las cosas:

Ya en una carta anterior conté que Hyrum tenía que enfrentar a un niño grandote y golpeador que lo humillaba cada día. Y por más que se hable de escuelas de calidad, y de las competencias, y demás linduras, la realidad es que vivimos en una frontera, y vivir en una frontera siempre es difícil. Toda frontera es diferente a cualquier otro lugar. No estás en un país ni en otro: estás en “el país de en medio”; en una tierra que no es una cosa ni otra, sino en lugar colindante, donde hay mucha gente que sólo está de paso, sin un sentido de pertenencia. Dice Stephen King, en La casa negra, p. 47: “Las zonas fronterizas tienen un regusto a indisciplina y tergiversación. Lo grotesco, lo impredecible y lo anárquico echan raíces en ellas y crecen de manera exuberante. El sabor primordial de las zonas fronterizas es a dislocación: la sensación de que las cosas en general acaban de empeorar, o van a hacerlo muy pronto.”

Javier Padilla, quien vive en Tijuana (otra frontera), me dice que se acostumbró de tal manera a esa ciudad, que cuando regresa de un largo viaje, recuerda los versos de Borges (Obras completas, vol. 1, p. 843):

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

Y a fuerza de repetirlo, uno termina por convencerse, y con genuino fervor Sab y yo nos esforzamos por edificar en Reynosa nuestro paraíso personal, hecho con humilde dedicación, con cimientos de amor y de bondad, por hacer todo lo que podemos no por aislar, sino por proteger a nuestros hijos. De nuevo Stephen King (La casa negra, p. 631), aboga a mi favor: “¿No dirían ustedes que la mayor parte de las casas son un intento de contener la dislocación, de imponer al menos la ilusión de la normalidad y la cordura en el mundo?...El huracán destructivo que ha soplado en la ciudad no cambia el hecho de que las casas, tan nobles como humildes, se erijan en valerosos baluartes contra la dislocación. Son hogares de la cordura”.

Y a veces uno cree que las cosas van bien. Que uno está haciendo su parte, y que las cosas resultan, hasta que de repente la chapa de oro se cae, y aparece el metal oxidado y dañino; pernicioso y carcomido: Jared llora todos los días a la hora de levantarse para ir a la escuela. Dice que para él no hay otra escuela sino aquella a la que asistió en Colonia Juárez. Su maestra me dijo la otra vez: “¿Qué le pasa a su hijo?; ¿Por qué a mitad de la clase empieza a llorar silenciosamente, como si le embargara una súbita tristeza? Lo que me preocupa es que no llora como todos los niños: él sigue trabajando normal, sólo le escurren las lágrimas por las mejillas”. Y eso, el que tu niño aprenda a aguantar su dolor hasta donde pueda, eso... es más de lo que uno puede aguantar.

Yo no sé alguien aquí tiene un hijo menor de siete años, pero cuando sabes eso, entendes lo que quería decir el Cid cuando hablaba de sentir que se le desgarran las telas del corazón. Y nosotros como padres tratamos de darle alegría a su vida, de darle un sentido, de enfocarlo hacia… hacia… hacia eso: a tener un sentido de por qué vivir. No hacer que todo sea fácil, sino que tenga un algo por qué luchar. No hace mucho salimos juntos como familia y nos hospedamos como familia en un hotel con alberca. Yo creía que todos estábamos perfectamente felices (el hotel estaba semi vacío, y la inmensa alberca era sólo nuestra). Entonces Jared se paró en la orilla de la alberca y dijo a Sab: “Mamá: ¿y si me aviento y me ahogo?: Así ya no tendría que regresar a la escuela”. Ahora, ¿qué haces en una situación así? Tu hijo menor tiene siete años y te suelta una de esas. ¿Qué se puede hacer?

Lo de menos es buscar un culpable; el daño está hecho, y no hay poder en el mundo que vuelva atrás el tiempo.

Y en buena medida, esta situación tan preocupante se la debo a Paul Hatch, que atolondradamente pateó fuera de su camino a mi familia y a otras tantas como quiso (lo paradójico; lo increíble y dulcemente paradójico) es que cuando todo mundo empezaba a estar en contra de él, yo era quien lo defendía. Acaso no huelgue paladear palabra por palabra a Borges (Obras Completas, I, p. 586), en el siguiente fragmento: “Zuhair, en su mohalaca, dice que en el decurso de ochenta años de dolor y de gloria, ha visto muchas veces al destino atropellar de golpe a los hombres, como un camello ciego… Equiparar estrellas con hojas no es menos arbitrario que equipararlas con peces o con pájaros. En cambio, nadie no sintió alguna vez que el destino es fuerte y torpe, que es inocente y es también inhumano”, como un camello ciego. Y a Colonia Juárez le tocó un camello ciego particular, llamado Paul Hatch. Creo que antes de él, sólo había habido un fenómeno que causara tal desbandada de familias, y ese fenómeno se llamó La Revolución Mexicana. Tal vez por eso creo que en su existencia premortal Paul debió de haber realizado grandes cosas. Yo tengo para mí que se llamó “El ángel destructor”, y que se daba vuelo con genuina alegría en lugares como Sodoma, Gomorra, y con los primogénitos de Egipto.

En ese sentido, y después de escuchar a Paul defendiendo a Nixon, a George W. Bush en su guerra contra Irak, o a sus propias y singulares ideas, como lo escuché muchas veces en el viaje semestral que hacíamos manejando de Chihuahua a Mty, asombrado menos de sus ideas que de ver cómo un hombre puede hurgarse por horas la nariz con la esperanza de descubrir algo interesante en ella sin que le importe la presencia de un grupo de colegas, sí, lo menos que puedo decir es que Paul no es un hombre que merezca mi odio. No importa que plomo líquido corra por sus venas: el pesado e inepto aquél es inocente como los pájaros.

Lo que aquí importa en realidad es qué es lo que yo debo hacer. Uno hace planes, y a veces los madura y los atesora en secreto (Javier Padilla decía que el amor en la misión —y lo mismo puede decirse de muchos de nuestros planes—— es como el osito panda: nace en secreto y crece en cautiverio), con la esperanza de que eso no malogre su crecimiento. Yo había pensado en que, si por parte del SEI no veía venir un cambio rápido, buscaría renunciar e irme a un lugar más ordenado, más limpio, más verde y con un clima más templado. Había empezado a moverme sin decir nada a nadie, pero el suceso de Jared en la alberca me ha hecho reflexionar seriamente. A partir de ello Sab y yo nos hemos centrado en darle tanta estabilidad como podemos darle. Su equilibrio es nuestra meta fundamental en este momento. Es claro que en este momento lo último que queremos nosotros es un cambio, a no ser que fuera de regreso a las Colonias, sino buscar ser lo más establemente felices en Reynosa.

Pienso en lo último que acabo de expresar, y me corrijo a mí mismo: Hace tiempo Menry me recordaba al mito de Pandora. En Los trabajos y los días, Hesíodo nos cuenta que Zeus, indignado porque Prometeo había llevado el fuego a la humanidad, decidió vengarse y creó la primera mujer (me extraña que en un mito tan antiguo haya tanta misoginia), como un castigo. Pandora, la primera mujer era tan bella como floja, mala e estúpida. “La primera de muchas otras”, nos dice este contemporáneo de Homero. Prometeo había logrado capturar todos los males y los había encerrado en una vasija. Pandora, imagino yo, se decía a sí misma que la curiosidad mató al gato, pero que la satisfacción lo trajo de regreso, y quita la tapa de la vasija. Todos los males que ahora nos aquejan salen de la vasija, excepto uno, la esperanza. Que, dice Hesíodo, "con sus consejos falaces y sus pobres consuelos, impide a los hombres suicidarse". No deja de llamar la atención que para los griegos la esperanza no era algo bueno o deseable. Creo que tiene que ver con el que se deseara algo inalcanzable. Desear lo que no es lograble es algo que amarga, que frustra. Por eso evito de manera férrea caer en la trampa de albergar la esperanza de regresar a las Colonias y terminar de construir mi casita y vivir de nuevo con tranquilidad: entiendo que esa es una puerta que ya fue cerrada para los Pech, y no creo que Adán se la pasara llorando por el Paraíso perdido, como lo hiciera después John Milton.

Ahora, hace días me detenía a reflexionar en qué es lo que hace que Reynosa sea tan desagradable para habitarla. Es como cuando sabes que tienes comezón en una parte de la espalda, pero no sabes exactamente dónde. Creo que he descubierto que todo radica en que es una ciudad sin ley. Sin orden. Nunca había vivido en un lugar así (y, por si algún lector despistado lo ha olvidado, quien escribe vivió más de 30 años de su vida en el D. F.); Reynosa es un lugar donde no hay absolutamente ninguna diferencia entre la policía y el ladrón, donde la gente siente orgullo de ser príncipe de Sodoma y buscan adueñarse de su propio pedacito de infierno. Y donde el narco y los petroleros no son un universo alterno, sino algo con lo que te topas todos los días. Lo cual hace que venga a mi mente lo siguiente:

Cito de nuevo a Borges (Obras completas, III, p. 273): “No todos tienen el éxtasis ——y no sé si siempre lo tuvo—— de Kerkegaard, quien dijo que si había una sola alma en el infierno, necesaria para la variedad del mundo, y esa alma fuera la suya, cantaría desde el fondo del infierno la alabanza del Todopoderoso.

“No sé si es fácil sentirse así; no sé si después de algunos minutos de infierno Kierkegaard hubiera seguido pensando igual…” 

Estamos en lo mismo: no se trata de ser o de hacerse el mártir medieval en pleno Siglo XXI, pero sí que estoy de acuerdo en el último párrafo de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino: “El infierno de los vivos no es algo que será, hay uno, que es el que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del Infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.”

Yo estoy en eso. Y es curioso: quienes me tratan del diario saben que soy un hombre feliz. Eficiente y feliz. Pero muchas veces cuando la adversidad te golpea, lo hace por donde menos te lo imaginas, ¿correcto?

Amigos, familiares, les dejo:

Es hora de ir a prepararse para un día de trabajo. Me despido y refrendo lo dicho: yo estoy en ese construir el paraíso con los materiales que tenga, y en donde me encuentre. Que tengas la entereza para poder hacer lo mismo:

Óscar Pech

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