Los libros y yo.

Como siempre, me curo en sano: no me gusta hablar de mí mismo: siento que quien habla mucho de sí mismo es orgulloso, aburrido, ostentoso o megalómano. Pero le dije a Aarón que hablaría de esto, y es hasta hoy que me siento movido a hablar de esto.

Pocas cosas pueden ser tan ilustrativas como ver a un niño pequeño. Antes de que los medios, la sociedad, la familia deje su huella en él, en muy buena medida ya es lo que será cuando crezca: ya tiene un carácter que ha desarrollado por miles de años su espíritu antes de nacer en esta tierra. Y uno lo nota: desde recién nacidos hay niños que se ve que serán deportistas, o que son enojones, o que están llenos de amor, o que lo analizan todo. Cada niño es diferente, insisto, y desde chiquitos vemos lo serán cuando crezcan. E imagino que así era yo.

El mundo era muy tranquilo en la década de los sesentas. Nací el 20 de octubre del 63 (ajá, soy Libra, y los Libra son buenos lectores). Nacer en ese año era vivir en un mundo de orden y respeto. Mi padre nos compraba semanalmente, en ese mundo seguro, un cuento de Disney. Uno aprende que los globitos blancos llenos de signos son las palabras que dicen los personajes. Al principio nos los leía mi mamá, pero luego yo los “leía” por mí mismo. Tenía dos o tres años. Recuerdo que los niños mayores se reían de que yo decía que leía, y querían que les dijera qué decía, y se reían porque obviamente no podía leer, pero esa actividad les fascinaba a los adultos, porque yo inventaba el diálogo y el argumento, y de verdad creía que podía leer. No lo podía hacer, pero era un gusto inventar historias coherentes. Creo que no son los libros per sé lo que ha llenado mi vida, sino el gozo de encontrar una buena historia.

Cuando entré a la escuela primaria aprendí a leer, casi como cualquier niño, pero sin violencia (en aquellos años la letra entraba con sangre, pero en mí entraba de manera natural, como algo que era un glorioso descubrimiento para mí). Siempre me fascinó la Matemática, la Literatura, el dibujo. Y cuando el maestro se descuidaba, en ratos muertos, dibujaba mis propios “comics” de Spiderman, Batman, o Ultramán, para quien se acuerde de éste último. Y era algo que me ganaba amigos: a mis compañeros les gustaba mucho ver mis historias y dibujos. En casa a mi padre no le gustaba que los niños jugaran con juguetes. Para él eso era cosa de afeminados: los niños juegan con un balón, no con juguetes. Ese era el mundo de aquellos años. Y mi hermano Alberto era buenísimo para el balón. Yo no: yo inventaba historias complejas que duraban horas. Y a veces le pedía prestados sus juguetes. Alberto me contestaba: “Con la condición de que me platiques a lo que juegas”, así que él se subía a la litera de arriba, y yo abajo contaba la ventura de Batman que inventaba sobre la marcha. Otros niños tenían muchos amigos: a mí me bastaba con mi imaginación.

Pero en la casa no había libros para niños, propiamente dichos. Había obras de Leñero, don Ramón del Valle Inclán, Sojenitzin, León Uris, Bradbury. Son los autores que recuerdo ahorita haber visto a mi padre leer. Y ya en sexto un gran amigo mío, Francisco Javier Posada Arévalo tenía un libro que marcó mi vida: El principito, de Saint Exupery. Y leer sobre el hombro de alguien puede ser muy incómodo. En el recreo, cada día, él leía y yo sobre su hombro. Cuando venía la Navidad pedí a los Reyes magos que me regalaran ese libro. No pedía mucho, ¿verdad? Y nada, que me trajeron Corazón, diario de un niño, de Edmundo de Amicis. Lloré de coraje y lo leí con odio, pero me lo leí. Hay algo, una especie de imán personal en un texto impreso, que hace que no pueda alejarme mucho de los libros. No entendía los textos de Amicis. O mejor dicho: no entendía la intención moralizadora del libro, sólo leía las historias y se me hacía muy raro que todos esos niños hicieran cosas que yo jamás haría: morir o vivir por ideales, pero me gustaba que pasaran por todas esas aventuras.


Hay cosas que uno intuye sin que se las digan: uno sabía que las cosas estaban mal con la salud de mi padre. Desde quinto me volví un niño arisco, intratable, con un grupito muy cerrado de amigos. Alguien en medio de la clase hizo un chiste acerca de mi padre, y me le fui a los golpes así, en medio de la clase. Me suspendieron por un día, pero no pedí perdón. El pobre del maestro Agustín ya no sabía qué hacer conmigo: de veras le di mucha lata. Pero vaya, luego me volví un niño triste, y para cuando estábamos en los últimos días de sexto grado murió mi padre. Perdimos todo, no cambiamos de casa, entré a Benemérito, que en esa época era primaria, secundaria, prepa y normal. Y cada escuela dentro de la escuela tenía su propia Biblioteca dentro de ese edificio enorme que era la Biblioteca. A nosotros los de secundaria no nos dejaban entrar a la biblioteca de la Primaria, pero la prohibición nunca me importó: siempre a la hora del recreo lograba escabullirme allí y, a escondidas comer mi sandwich mientras leía libro tras libro. A veces me descubrían, pero por más que me regañaran, cuando se daba cuenta Alicia, que era la encargada de la Biblioteca de los niños, ya estaba allí de nuevo yo. Es curioso, ahora que lo pienso. Creo que nunca más volví a jugar. En mis ratos libres lo que hacía era leer. Para cuando estaba en segundo de secundaria ya trabajaba, pero siempre me di el tiempo para ir a leer de manera frenética: quería leer todo lo que no había leído en mi infancia. Cuando acabé con esa bibliotequita, seguí con el piso superior, el de libros generales. Me apasionaba Edgar Allan Poe, salvo que no me di cuenta de que eran cuentos: yo creía que de verdad todas las cosas que contaba Poe le habían pasado a él, como si fuera una autobiografía, y lo mismo me pasó con Juan Rulfo y El llano en llamas. Ahora me da un poco de pena, pero reconozco que por mucho tiempo pensé que de verdad había vivido un señor muy inteligente que se llamaba Sherlock Holmes, y que éste tenía un amigo llamado John Watson que nos contaba por todas las que aquél había pasado.

Hasta donde yo me acuerdo, nunca me interesó la teoría: siempre era el valor de una historia bien contada. El estilo bien pulido fue algo que descubriría siglos después. La emoción por algo hermosamente dicho, por una reflexión que me ayudara a entender mejor la vida, era algo de lo que yo no era consciente en aquellos años.

Trabajar y estudiar es algo que implica muchas cosas en la vida de un joven. Por lo pronto, casi nunca tuve amigos. Mis amigos fueron los libros, y para mí los libros eran una cosa muy seria: la verdad es que la letra impresa apantalla. En la mente de uno se forma un concepto falso: “si está en forma de libro, es verdad”. Fue hasta que conocí a Javier Padilla que me di cuenta que un libro no es tan serio. Que uno puede criticar lo que dijo un autor, por ejemplo. Que un libro, como la vida misma, puede ser sumamente hedónico.

Yo me había dado a la tarea de leer todos y cada uno de los libros de la Biblioteca de Benemérito, y ya después me di cuenta de que no sólo era una tarea casi imposible, sino que había textos que no valían la pena de ser leídos. Aprendí a que uno puede dejar un libro empezado y abandonarlo.

Recuerdo que el maestro Guillermo nos puso un concurso de cuento, y me di cuenta de que no tenía nada por decir. Hice un cuento apocalíptico en donde el héroe, el último habitante del planeta, tardaba demasiado sufriendo, sin conseguir fallecer, simplemente porque yo no me atrevía a darle muerte. Mi cuento quedó en último lugar. Me convencí de que lo mío no era escribir, sino leer, y disfrutaba de eso. A veces llegaba la idea de un argumento, pero no sabía como plasmarlo en papel. Un problema con el que todavía me enfrento, por cierto. Es algo que creo que he ido descubriendo con el tiempo. Un best seller se conforma con contar una historia interesante. Un autor en serio se preocupa por darnos una visión de la vida, y para darnos esa interpretación de la vida, utiliza un argumento. Esa es la gran diferencia y el valor de los clásicos: que son como un lente, que nos ayuda a ver mejor y a comprender mejor nuestra existencia.

Lo demás es conocido de casi todos ustedes. Para mí es más importante estar con la gente que quiero, que hacer lo que quiero. En la maestría, por ejemplo, podía elegir entre enfocarme en un ramo de la educación que no me interesa gran cosa, y estar con Menry, que es más que una amiga, una hermana. O estudiar lo que me fascina y tener como compañera de grupo y generación a Gaby Herrera, con quien es imposible llevarse bien. Opté por cambiar el área de enfoque, pero estar con quien es un placer estar. Y lo mismo fue cuando regresé de la misión: era el momento de iniciar una carrera, y hasta ese momento no se me había ocurrido qué podría estudiar (vergonzoso, ¿verdad? Tenía 19 y no sabía qué hacer con mi vida). Y por un año estudié la carrera de Economía. Me gustaba, pero no me llenaba. Hasta que un día me dije que lo que más me gustaba hacer era leer, y que podría estudiar Literatura. Era lo que Jack London habría denominado El llamado de la selva. Mis compañeros me decían: Si tú eres el único que va bien en Matemáticas, ¿Cómo puedes dejar esto por una carrera como esa? Como que Literatura veían con algo de desprecio, ¿no? Como una carrera de segunda, como algo que era sólo para mujeres. No lo sé: lo que sí sé es que eso es mi vida. A veces, cuando no puedo dormir me pongo a redactar, en la oscuridad, buscando la frase perfecta, la que suene mejor, aunque al despertar ya no recuerde de qué iba a escribir. Pero eso me emociona: ya no es sólo el argumento, sino cómo es dicho algo. En fin, ese soy yo. No puedo decir que de alguna manera encontré un camino en la vida, sino que encontré mi camino, ese que, si no fuera por él, simplemente yo sería otra persona, absolutamente diferente. La Literatura es mi vida, el interior y el exterior de mi persona. Mi carácter y mi personalidad. Este es mi sendero. Sé que nunca me haré famoso o rico en el mismo, pero es mi camino, y lo transito gozoso. Antes me preocupaba publicar. Ahora escribo por el gusto de escribir, sabiendo que tal vez nunca publique, pero mi vida es finalmente la Literatura, no la fama, ¿correcto? Y lo curioso es que en cada momento en que he buscado publicar, allí han estado ustedes, mis queridos amigos, animándome y apoyándome, creyendo en mí, y agradezco muchísimo por esa compañía que ustedes me han dado en diferentes momentos de este ya largo sendero.

¿Y tú? ¿Te puedo preguntar cuál es tu camino y cómo llegaste a él? 
Óscar Pech Lara
 
"In the faces of men and women I see God"
Walt Whitman, from Leaves of Grass

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