A las ratas no les gusta el dulce

Al principio no me di cuenta... trato de recordar y no hallo ninguna pista de ello en mis recuerdos, pero en algún momento cerca de los seis años me di cuenta de que mi padre era un borracho. Claro, que en mi familia todos alguna vez lo estaban, al menos en las grandes festividades, como Navidad, Cumpleaños, cosas así, así que eso era normal. Acaso mi papá era más que los demás, pero como no dejaban de celebrar sus ocurrencias cuando estaba... ¿des-inhibido?, se me hacía más o menos normal... no: era divertido: el alcohol suele poner un ambiente festivo en la casa. Al principio era divertido tener un padre borracho. Claro, al principio él sostenía una botella en la mano, luego la botella lo sostenía a él, y al final la botella se lo bebió, y con ello subió un nivel en la escala social: pasó de ser un borracho, a ser un alcohólico.

Y quien tiene a un alcohólico en la familia, sabe qué infiernito es ese. Acaso por ello aborrezco a los borrachos, al alcohol, a cierto tipo de música y a un tipo particular de celebraciones. Pero todo ello me lleva a compartir esta historia, que creo que vale la pena compartir. Sólo una cosa antes de contarla, porque este, aunque no lo parezca, es el corazón de la historia: Un día mi mamá abrió un tarro de mermelada de fresa de un litro. Justo cuando lo abrió el fresco se partió por la mitad en un corte limpio, sin fragmentos de vidrio. Lo revisó bien, vio que era perfectamente comestible, y entonces puso la mermelada en un plato y la guardó en el trastero que estaba en la cocina, abajo a a derecha. Guarda ese dato en tu memoria y sigue leyendo.

Mi padre era de acero. Él lo sabía, y abusaba de ello. Cargaba lo que cargaban dos hombres juntos y aguantaba sin cansancio lo que nadie. Un día, borracho, se avienta al gran canal (ajá: el canal de desagüe, inmenso, de aguas negras) con todo y carro. Al carro lo perdió, y el salió nadando en medio de toda la porquería. Llega la policía, lo meten a la cárcel, y al otro día allá vamos, mi mamá y mis dos hermanitos (yo tendría unos siete años, no lo sé), a ver si lo podíamos sacar de la cárcel. Nos hicieron pasar a donde estaba él. Y entonces vi algo que creo que ahora ya no se vería. Eran otros tiempos. El policía lo regañaba muy duro, a gritos: "Mire, allí está su esposa y sus niños, queriéndolo sacar, por borracho, ¿no le da vergüenza? Mire a sus niños chiquitos. ¿No le da vergüenza?" No sé a él: a mí sí me daba vergüenza estar en esa situación, y saber (si tuviera el tiempo les contaba algunas de las andanzas de mi padre) que, en efecto, a él no le daba vergüenza. Ninguna, porque la vergüenza, como la inocencia, sólo las puedes perder una vez.

No lo pudimos sacar, y él desaparece del resto de esta historia. Llegamos a la casa Mi hermanito Alberto, Toñis, mi mamá y yo, solos, tristes, de noche. La casa era enorme, y más enorme en la oscuridad y sin mi padre. Llegamos a ver qué cenábamos. Mi mamá abrió el trasterito de abajo a la derecha y, bueno, allí, acurrucada en la parte cóncava del molcajete, estaba una rata enorme, de larga y pelona cola rosada. Yo no sé si finalmente cenamos. Los acontecimientos de los siguientes días ocupan mi memoria y han pasado a formar una parte fundamental de mi formación.

Mi mamá hizo todo lo que una mujer sola podía hacer para acabar con la rata: metió a nuestro gato (un gato blanco de nombre "merolico" a quien mi hermana por amor le cortó la cola, historia que bien merece otro espacio) a la cocina, y lo encerró en la cocina, a máscara contra cabellera, a una sola caída sin límite de tiempo. Para mí esa fue una experiencia única. Hay cierto tipo de terror que es como un imán para los niños: No podía alejarme de la puerta y escuchar del otro lado los chillidos de la rata y los maullidos del gato. Cuando al fin se calmó la gresca, mi madre abrió la puerta, y Merolico salió corriendo ensangrentado, y la rata siguió en la cocina. Segundo acto: mi madre armada con una escoba contra la rata. Y nada: la rata se había vuelto invisible pero ahora se escuchaba dentro de la estufa. Tercer acto: mi madre deja las llaves del gas abiertas toda la noche para que la rata se muera. Pero como las ratas no han leído la poética de Aristóteles, no saben de unidad de tiempo  y espacio, ni que las obras duran tres actos. Cuarto acto: mi madre trae al plomero, que debe desarmar la estufa y ya de paso, como quien no queriendo, matar la rata. La estufa, ya rearmada, siempre quedó chueca, y el señor Martín tampoco pudo con la rata. Quinto acto: mi mamá va y busca a los Reyna, los adolescentes más maleados de la colonia, para que ellos maten a la rata. Los encerró en la cocina con el animal y ellos, por mostrar que eran muy machos, no se pudieron echar para atrás y después de un rato salieron con el animal (después de tanta hazaña yo ya veía al roedor como si fuera un oso) como un trofeo de caza, cargándolo por la cola.

Mi papá regresó a casa. La casa volvió a ser luminosa. Le contamos lo de la rata y él se reía con genuina felicidad. Me imagino ahora que era menos por la historia, que por estar libre, y entonces, después de un tiempo a mi hermanito Alberto y a mí se nos antojó un sándwich de mermelada. Ya íbamos a comérnoslo, cuando recordamos que la mermelada estaba a menos de diez centímetros del molcajete, donde había dormido su primea noche la rata. "¿Qué hacemos?", le preguntamos a mi mamá. Ella lo pensó un momentito y dijo: "No se preocupen: a las ratas no les gusta la mermelada". Y nosotros nos corrimos felices a hacernos nuestro sándwich de mermelada de fresa.

La historia acaso termina aquí, pero no. Muchas veces he pensado en eso: en la habilidad que uno desarrolla para conciliar en la mene ideas absolutamente opuestas. Lo que George Orwell en 1984 llama "doblepensar". Una parte de mí sabe que muy probablemente un roedor probó antes que nosotros la mermelada, y otra parte sabe, como un niño sabe que su madre siempre tiene la razón, que a las ratas no les gusta lo dulce. Cortos circuitos mentales que todos nosotros, creo, tenemos en mayor o en menor medida, y que hacen que todos tengamos puntos ambiguos en nuestra formación moral. Y les dejo: ya casi es hora de levantar a la familia para que rinda el día:




Óscar Pech Lara
 
"In the faces of men and women I see God"
Walt Whitman, from Leaves of Grass


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