Parábola de los dos reyes

Había una vez una reina, a la que el Emperador le dio reinar sobre una parcela de su enorme imperio. La reina vivía en su palacio, siempre dedicada a los asuntos del reino, que eran muchos, numerosos y, a veces, abrumadores. Por lo mismo la reina buscaba tener también una distracción que le sirviera de descanso: entonces, cada vez que podía, iba a su jardín y se dedicaba a cultivar flores.

En el reino de junto vivía un rey, cuyo castillo era muestra de su poderío. Un castillo inexpugnable, complejo, difícil de recorrer. Y los problemas que enfrentaba a veces ese rey eran tales, que también buscaba descansar trabajando en su jardín particular que daba, barda con barda, al jardín de la reina. Cierto, sus reinos eran pequeños, pero eso se debe sólo a que fue el Emperador quien asignó los tamaños, y eso no desmerecía ni el poder de los reyes, ni su grandeza.

Un día la reina trabajaba en su jardín, cuando vio al rey trabajando en su jardín en mangas de camisa, y ella decidió retirarse, porque pensó que él era un jardinero, y no era correcto que un jardinero viera trabajando a la reina. Justo cuando ella recogía sus herramientas, vio de nuevo al jardinero, y se quedó asombrada por su majestuosidad, que se reflejaba en la belleza de su jardín. El rey la vio, se levantó y le sonrió. Su risa era como los rayos del sol, y la reina supo que ese hombre no era un jardinero. Con un gesto el rey mandó llamar un paje, le ordenó que cortara esta y aquella flor, junto con aquella otra y esta otra más, e hizo un ramo hermoso, que regaló a la reina.

Se hizo una especie de trato entre ambos, porque el amor por la belleza es algo que necesita compartirse. Y cada vez que el jardín del rey o el de la reina producían algo en verdad extraordinario, cada uno por su parte enviaba un ramo al otro, y poco a poco eso empezó a generar amor entre ambos porque eso, compartir los esfuerzos y las alegrías, genera el amor más profundo, el más duradero.

Y entre ellos empezó a haber una especie de lenguaje secreto, que sólo ellos entendían: un día el rostro del rey se veía oscuro, abrumado por los problemas de su reino y ella le envío un ramo de girasoles, que quería decir que así como esa flor siempre se dirigía hacia el sol, así los pensamientos y deseos de ella se dirigían hacia lo alto, es decir, que oraba por él. Así lo quiso decir ella, y así lo entendió él, y empezó a haber flores que tenían un significado específico: algunas flores representaban la camaradería, otras el buen humor, el compañerismo, lealtad, amistad, felicidad, paciencia, tolerancia o a veces simplemente un guiño, una manera de comunicarse diariamente y decirse el uno al otro que allí estaban, que los asuntos del reino eran importantes, pero que no se olvidaban el uno del otro. Los colores, las texturas, las fragancias empezaron a representar un lenguaje más claro y perfecto que el que usan los hombres con palabras para comunicarse. Y los jardines empezaron a ser una extensión de uno o de otro, porque en el amor uno no sabe en dónde termina uno y dónde empieza el otro, y la reina sentía la presencia del rey en si jardín, al lado de ella, aunque no lo viera por días, pero sabía exactamente en qué pensaba él, qué sentía él, porque se lo decían las fragancias de las rosas, crisantemos, azaleas, gardenias, y sabía si él estaba preocupado, indeciso, abrumado, o feliz y lleno de esperanza.

Y ese empezó a ser el principio del mal, porque ambos empezaron a descuidar su reino por cuidar del jardín, ya no por la jardinería, sino en función del otro. Y no se dieron cuenta de que incluso atender los asuntos del reino podían ser una manera de manifestar el amor y el respeto que tenían el uno por el otro. Y el jardín del rey y el jardín de la reina ya no eran de todos, sino que se habían vuelto el jardín del uno y de la otra: se había vuelto una especie de lugar sagrado en donde nadie más podía entrar, particularmente ese lugar especial, privado, donde se cultivaban las flores más finas y delicadas: la flor del paraíso y las orquídeas, pero por atender el jardín, empezaron a descuidar sus reinos.

A ese error siguió otro. El amor siempre implica saber dar y saber recibir; machas veces requiere saber complementar; pero nunca permite competir. La competencia en la pareja asfixia al amor: es una de las maneras más desapercibidas de serle infiel a la pareja porque la competencia en la pareja implica orgullo, y el orgullo es lo opuesto del amor. La reina siempre quería que su ramo fuera mejor que el del rey y ese amor mal entendido, junto con ese deseo de dar más, hizo que un día que no tenía flores suficientemente hermosas para dar, ofreciera flores artificiales: hermosas, de colores y texturas extraordinarios, pero quebradizas, sin aroma, sin una semilla que le permitiera perpetuarse. Y en cuanto la reina entregó el ramo ese día, se arrepintió de haberlo hecho: a lo largo de todo el día se estuvo atormentando, esperando que al día siguiente el rey le reconviniera, o que su sonrisa fuera menos radiante, o le hiciera un reproche de cualquier forma, pero nada: el rey estaba siempre tan ocupado con los problemas propios de su reino que no notó que nada y al día siguiente él seguía como siempre. Y entonces la reina sintió que, de alguna manera, había sido engañada, y empezó a odiarlo en su corazón. Uno, dos, tres días hizo lo mismo, y el rey parecía no notar que recibía flores falsas. Cuatro, cinco, seis semanas. Siete, ocho meses de flores falsas, y cuando una tarde ella percibió un dolido reproche en la mirada del rey, ella le respondió con ojos altaneros, porque ella misma dedicaba más tiempo a los asuntos de su propio reino, y dejó morir poco a poco a su jardín, sin importarle que ya no era sólo de ella, sino de ambos, y –—no por maldad, e incluso no tanto por envidia, sino por dolor –— permitió que su corazón o su jardín, que no es lo mismo pero en esta historia sí lo es, se llenara de maleza, de piedras, de espinas y cardos, y no le importó que las malas hierbas contaminaran el jardín de su amigo el rey, porque sentía que era una manera de infligirle un justo castigo.

Cada persona tiene una manera particular de sufrir. El rey no dejaba de ser productivo en su reino, porque esta vida, cada vez más rápida, exige eso: resultados y calidad, así que el rey seguía siendo tan eficiente como siempre, aunque a veces el peso de la soledad era tal que tenía que retirarse a alguno de sus aposentos a llorar en soledad, así que casi nadie notaba que el rey sufría pero, si alguien observaba con cuidado, muy bien podía notar que las cosas hechas por el rey irradiaban un aroma de tristeza y desconsuelo.

Y si hay alguien que siempre nota todo, es el Emperador, por lo que no mucho tiempo después el rey fue visitado por el mensajero del Emperador.
    –—¿Qué le pasa, rey? –—le preguntó a manera de saludo–— Un rey debe ser perfecto, y nunca debe mostrar debilidades ni tristezas. Tiene todo un reino para él. Un rey siempre debe ser feliz. Empiezo a cuestionare de su capacidad para ser rey porque un rey que no es feliz no puede tener un reino feliz. De donde yo vengo, cuando un rosal no da flores, lo arrancamos y sembramos otro rosal en su lugar.

Lo cual por cierto era muy correcto, salvo que los hombres no son rosales: no son objetos. Pero el mensajero del Emperador había vivido una vida tan perfecta, tan falta de dolor, que no podía entender el pesar humano, porque el hombre con el estómago lleno no puede entender al hombre con el estómago vacío, y viceversa. Así que con voz inmisericorde le exigió al rey que le diera una explicación de su conducta y estado. Y cuando el rey explicó que estaba triste porque recibía sólo flores artificiales, la risa del mensajero mezclaba la furia con una profunda extrañeza, como si el rey hubiera dicho que no podía ser feliz porque no llovía en el desierto. El representante del emperador mandó llamar a la reina y le preguntó sin rodeos si ella había pretendido engañar al rey y serle desleal, dándole flores falsas por verdaderas. La reina, menos sorprendida que furiosa, miró al rey. Lo que dijo mostraba que había pensado por mucho tiempo en que llegaría el momento de la confrontación, y tenía el dolor bien curtido y sus armas bien dispuestas y afiladas.
“¿Te dolieron mis flores de plástico? ¿Y cómo me lastimó tu indiferencia? ¿Cómo me dolían tus flores marchitas y de tercera, porque no tenías tiempo para cultivarlas, pero sí tenías tiempo para hacer cosas que podías haber delegado a otros?” Y al rey le dolió mucho menos la recriminación, que el que ella no tomara en cuenta que al menos había sido lo mejor que él había podido dar. Que no había sido abandono, sino que él había dado lo mejor que tenía y podía. Y el dolor de haber sido relevado como rey por el representante del Emperador le era un poco menos doloroso que el dolor que le infligía la reina.

La vida, como un río, como el tiempo, o el sol, no sabe detener su curso. Y después de muchos días el rey se dio cuenta de que, de alguna manera, su castillo seguía siendo su castillo,  ya sin tanta gloria o esplendor, cierto, pero de alguna manera seguía siendo su castillo, y lo mismo su jardín. De la misma manera que antes, pero sin tanta celebridad, debía levantarse cada mañana a seguir atendiendo asuntos que le dieran el sustento cotidiano. Era como si hubiera descendido varios escalones en el esplendor de su vida, pero fuera de eso, la vida seguía siendo la vida, y le seguía exigiendo las mismas prisas y los mismos tiempos, y él tenía qué decidir qué podría salvar de lo que quedaba tanto de su reino como de su jardín.

¿Y cuál fue el final de esta historia? Yo no lo sé. Tú, lector, eres el rey o tú, lectora, eres la reina. Y sólo tú puedes determinar cuál será el final de tu propia historia.

Aprender a ser un jardinero implica mucho esfuerzo, y a veces la tarea es tan ardua que uno no sabe ni por dónde empezar. Hay quien crea que lo más importante sería empezar por quitar los montones de tierra, eliminar la maleza y las malas hierbas, limpiar el cemento en donde éste impide que crezcan las flores y los frutos... al final ambos jardines estaban tan secos que con un pequeño fuego, una simple fricción con una cerilla, podría nacer un fuego que los consumiera al rey y a la reina, pero tal vez no: Toda historia tiende a la comedia, cuando el héroe vence la adversidad y triunfa, o bien, a la tragedia, cuando el héroe fracasa y es derrotado y, en medio de ambos extremos están tantos puntos intermedios como capacidad de imaginar tengas. Todo inicia con tu deseo de a dónde quieres ir. Alguien dijo que no hay víctimas ni victimarios, sólo hay voluntarios, y en parte eso es cierto. El rey o la reina van a triunfar, si desean triunfar, no importa cuán grande sea su caída, no importa lo que tengan qué hacer, si simplemente en verdad desean triunfar. Inmisericorde y todo, el representante del emperador tenía razón: si uno se siente víctima, ya cedió su albedrío y decidió que las circunstancias van a poder más que él o ella. Si el rey o la reina van a triunfar, lo primero que tienen que haces es eso: tener el deseo, decidir que van a triunfar. O al menos eso creo yo. Tú: ¿qué piensas?


Óscar Pech Lara
 
"In the faces of men and women I see God"
Walt Whitman, from Leaves of Grass

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