La soledad, la rosa, el odio

Como muchas veces, la presentación no tiene nada que ver con mis ideas, así que si vas a ver la presentación, te sugiero que lo hagas de una buena vez y ya luego me lees. Muy hermosa presentación, por cierto.

De un tiempo a esta parte pienso mucho en esto: Quien busca hacer tratos con la soledad, debe entender que lo primero a lo que debe renunciar, es al amor. Que es como decir, que quien busca que la vida no le duela, debe estar dispuesto a renunciar a eso, a la vida.

La vida es dolorosa y, al mismo tiempo, es generosa en prodigar historias inconclusas. He aquí un ejemplo:

Yo tengo 16 años. Estoy en la prepa. Trabajo en jardinería. Todos los días voy al invernadero, donde hay centenares de rosas. Centenares. Es uno de los trabajos (eso no lo sabré sino hasta casi 32 años después) que más disfrutaré en toda mi vida. Soy huérfano, soy pobre, soy feliz, pese a que no sé (de nuevo, y no seré consciente de eso sino hasta casi 32 años después, en una noche de insomnio en Cancún) qué solitario soy, cuánta hambre tiene mi corazón, y cuánta hambre le espera el resto de esta vida.

No sé que uno nunca debe tomar decisiones con el estómago o con el corazón con hambre, pero sí sé algo:  que uno puede enamorarse, y que el amor es la droga más fuerte, la más adictiva, la más dolorosa.

Cada día voy al invernadero. Cada día Polonio, mi jefe inmediato, me dice qué flores van a ir a qué casa, en qué cantidad, en qué orden. Él no lo sabe, pero yo conozco el invernadero mucho mejor que él. Sé Cuáles son los rosales más hermosos, y de qué color son, y cuándo van a florecer. Tengo mis casas favoritas, y busco que a esas casas vayan siempre los mejores rosales. Pero hay un rosal al que cuido mucho más que a los demás. Es el más bello de todos. Su flor es la más hermosa, la más fina. No recuerdo su color, sólo recuerdo eso: que sé cuál es el rosal más hermoso, que pronto será 14 de febrero, y que sé a quién le voy a regalar esa rosa. Lo pongo de tal manera entre los demás rosales, que sé que permanecerá seguro, intocado por los demás jardineros. El trabajo con la pala es generoso. Hace bien a tu cuerpo, y permite que, mientras trabajes, tu mente pueda hacer mejor su parte. El trabajo físico es ennoblecedor. Seguro que sí, y el tiempo, como suele suceder, pasa, hasta que llega el 14 de febrero. Es de noche. Me las ingenio para entrar al invernadero, en la oscuridad voy hacia donde sé que está el rosal, y corto la rosa. Es La Rosa entre cientos de rosas, la que haría que la rosa de El Principito muriera de envidia. La corto, con mucho cuidado vuelvo a brincar la malla ciclónica, y voy hacia el edificio donde ella, sí, aquella por quien suspiro desde hace meses, vive. La espero pacientemente hasta que ella llega. Viene acompañada de alguien ríen, felices.

Yo no sé si el instinto de supervivencia me dice algo. Ese estúpido instinto siempre estuvo algo atrofiado en mí. Sé que el rival es más alto que yo. Es más guapo, tiene más presencia. No, no tengo muchas posibilidades de ganar frente a él. Estoy lejos de ser el macho alfa, ¿y saben qué? Que ella lo sabe sin saberlo. Yo no tengo manera de saber que de quien me debo cuidar no es de él, sino de ella. Me acerco, y por un momento puedo disfrutar de su hermosa sonrisa. Una sonrisa que, bueno, no es sino los resabios de la risa que ella le dedica a él, no a mí. Con la timidez más grande del mundo logro acercarme (eso es algo que las mujeres rara vez saben: no saben de cuánto valor se necesita para acercarse a ellas: es algo que afortunadamente irá desapareciendo con el tiempo, pero en este momento es una hazaña mayor que la que tuvo que hacer San Jorge al entrar en la cueva del dragón), le ofrezco mi más tonta sonrisa y le digo que feliz día de los enamorados, que le traje esa rosa. No, no le digo que es la más hermosa. Confío en que ella lo notará sin necesidad de palabra alguna.

Ella mira la rosa, por un momento accede a mirar desde su elevada posición hacia mi humilde postura y dice: “gracias. La voy a poner junto con todas las demás que me han dado”.

Yo no recuerdo si ella dice algo más. Recuerdo que me voy escurriendo hacia la noche, hacia el anonimato, hacia el vergonzoso trágame tierra. Recuerdo que ese suceso se me clava hondo y doloroso en el corazón, donde no lo puedo sacar, y lastima incluso ahorita, varias décadas después, en una noche dolorosamente solitaria, en que no he podido pegar el ojo mientras los astros se desplazan con lenta indiferencia en esta noche caliente de octubre.
 
Óscar Pech Lara

Debemos hacer algo en esta tierra porque en este planeta nos parieron y hay que arreglar las cosas de los hombres porque no somos ni pájaros ni perros
Pablo Neruda, "No me lo pidan", 1959.

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